jueves, 18 de marzo de 2010

Misión liberadora


Por: José Luis Elorza.

“Tú te ordenas para celebrar misa”, decía una voz apacible y bella a quienes solicitaban ser ordenados sacerdotes y que casi nunca atinaban a responder satisfactoriamente a los interrogantes que eran cambiados periódicamente según la viveza del interrogador. Era la voz firme y serena de Monseñor Augusto Aristizabal Ospina, aquel obispo que por tantos años pastoreo la iglesia que peregrina en Jericó, y cuyas míticas anécdotas se deslizaban por los pasillos de mi primer año de Seminario.

En aquellos días me era imposible asimilar que todo ese vaivén de estudios maratónicos y actividades inusitadas, que parecían brotar de las matas para entretener el desparche de algún seminarista incauto, tendría como único propósito salir a celebrar la misa de las doce.

Mas resulta que sí, que la actividad ministerial es sacramental y orante antes que social, que la preocupación primera ha de ser alimentar al pueblo con el pan eucarístico y con el pan de la palabra, y que luego viene lo demás, la asistencia, el acompañamiento, la misión profética en la opción por los pobres, marginados y oprimidos.
Esta es la primera misión del sacerdote: llevar a todas partes, aquí, allá y más allá, la salvación de Cristo que nos ha sido dada en la Iglesia y en los sacramentos; y preparados y fortalecidos por esta labor salvífica, comprometerse de corazón con la búsqueda de la justicia, la defensa del débil, así como la evangelización del mundo, sin olvidar que a parte de la misión ad gentes surge otro reto: la Nueva Evangelización de tierras que antes se llamaban a sí mismas “cristianas” y que ahora son un verdadero “territorio de misión”, como los países europeos que tan inmersos están en la secularización y descristianización reinante y operante en un mundo que entiende el progreso de una manera tan errada. Estos fenómenos ya se dejan sentir en nuestra América.

La misión ahora es evangelizar, re-evangelizar, hacer de nuestra fe un acontecimiento vivo, convertir la experiencia sacramental en hechos concienciados y eficaces, acompañar al que sufre vejación, atropello y soledad, y entonces, con una comunidad verdaderamente eclesial, cimentada sobre fundamentos sólidos, amparada en la libertad y rectitud de conciencia, adentrarse en los mares de la misión sin fronteras, a dar de lo que ya se tiene, a enseñar lo que ya se ha aprehendido y aplicado.

Es imperativo tener presente que, así como hay misión en el África de ébano y en el Asia inmemorial, en las junglas tropicales y en los desiertos sarracenos, en islas caribeñas y tribus aborígenes, también la hay en los Estados Unidos de Obama y en la España de los “reyes católicos”, en aldeas y ciudades, a la vuelta de la esquina, allí donde haya un sacramento que administrar y un desvalido que defender: liberar primero de las cadenas del pecado, para hacer plena la liberación del hombre en el mundo, la construcción integral del Reino de Dios.

Sí, resulta que sí, que “todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”. (Hb. 5, 1-3). Lo que pasa es que en los impetuosos años de la adolescencia me era difícil comprender el verdadero sentido que había en las palabras expresadas por aquel Obispo benemérito con su plácida y hermosa voz.

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