jueves, 18 de marzo de 2010

LA GRANDEZA DE LO QUE PARECE ...

LA GRANDEZA DE LO QUE PARECE
QUE NO CUENTA

Por: Diego Alejandro Restrepo Serna

El amor de Dios es tan grande que nunca nos empuja a lugares donde no podamos estar protegidos por su gracia.

Las expectativas por un año de pastoral en la formación del Seminario comienza desde el mismo momento en el que se inicia el año propedéutico; ahora me tocó a mí, acompañado de otros tres compañeros con los cuales comparto y hacemos vida el mismo sueño: ser sacerdotes para siempre.

Hemos llegado a la comunidad de Santa Inés, comunidad que creía que era realmente el destierro, porque así se referían a ella muchos de los que la conocen. Pero al llegar después de un largo viaje, se da cuenta uno que la cosa no es tan desalentadora como la pintan. El silencio y sencillez del cementerio que hace de anfitrión a la llegada al caserío, demuestra la humildad de su gente y hace la invitación a volver sobre uno mismo para descubrir la miseria humana que se vuelve gloria cuando se deja tocar de Dios.

La sonrisa de niños y adultos; la calle “principal” que al llegar al templo se convierte en improvisado parque; el templo parroquial y la presencia de Santa Inés con su cordero y su palma del martirio; el grandioso retablo y el humilde sagrario iluminado con la claridad de una lamparita, dan muestra de que este corregimiento vive, que la “maldición” del un famoso padre Correa de que las cuántas montañitas que rodean este caserío se juntaran para acabar con la maldad de sus habitantes se ha convertido hoy en bendición.


El Padre Jairo habla en su experiencia de “Montañas de colores” de los montículos de tierra que se levantan allá en Ndonyowasin, en el África; también habla de una montaña azul que siendo niño vio cuando viajaba con su abuelo hacia la “Mesenia”; las de nosotros aquí son verdes –como comúnmente conocemos una montaña-. No son ni negras, ni blancas, ni rojas, mucho menos azules, porque la apariencia azul lo da la distancia y aquí… sencillamente no existe. En muchas ocasiones el anhelo es poder divisar y mirar el horizonte, pero simplemente no está.

Cuando hemos hecho nuestras caminadas montaña arriba, uno comienza el ascenso con la esperanza de poder ver algo más que montañas pero no es posible, por más que se suba, montañas se encontraran. A simple vista el espacio físico en deprimente: montañas a la derecha, a la izquierda al frente y un gran peñasco atrás. Pero si todo se mira con la óptica del corazón y del evangelio somos los grandes privilegiados al encontrar tantas montañas altas para acercarnos a Dios.

Hemos salido poco, pero ya me siento un Moisés en el monte Sinaí; me siento Pedro acompañando a Jesús en el Tabor implorando “estar aquí”; me veo acompañando a Jesús en su angustiosa agonía en Getsemaní; me creo San Juan, al pie de la cruz en el monte calvario.

Estoy aquí en esta humilde casa cural, una que contrasta con edificaciones suntuosas y hasta escandalosas que se encuentran en nuestra misma Diócesis. Aquí es alegría el tomar las linternas todas las noches para revisar debajo de las camas y prevenir que algunas compañías poco gratas como las serpientes y las arañas al menos no estén en lugar visible, si salen luego de los agujeros y aberturas de tablas y de pared ya eso es otro cuento. Y es que todo es humildad. Improvisamos unos colgaderos de ropa con palos y trapos… y listo ya está el closet, armario, ropero… bueno eso no importa cuando realmente se trata de aprender, de compartir y de no olvidar que venimos de familias humildes y que además no estamos llamados para la comodidad sino para la cruz.

En los retiros espirituales anuales del seminario en el 2008, el Padre Jairo Franco, recuerdo que en una de sus reflexiones nos invitaba a expiar, a descubrir la presencia del Reino de los cielos en lo cotidiano, en el diario vivir. Nos recordaba además que esa había sido la pedagogía de Jesús: valerse de lo circundante para explicar la Gracia de Dios. Y aquí en Santa Inés, uno se encuentra con ejemplos bien claros.

Por el momento descubrámoslo en Elvia. Es una mujer sin casa y sin dientes, acompañada por mil y una bolsa que se convierten en todo su poseer; vestida con una cachucha de spider man y con un elegante saco que sin importar el calor la identificará.

Bueno, pues en esta mujer, a pesar de su intensidad –la mayoría de las veces-, uno alcanza a descubrir a Jesús tocando a la puerta, y resuena en mí las palabras del libro del Apocalipsis: “mira que estoy a la puerta y llamo…” (3,20), porque eso hace Elvia todas las noches, tocar de puerta en puerta hasta que encuentra un hogar que generosamente abre sus puertas, para que esta mujer, personaje insigne de esta comunidad tenga donde reclinar su cabeza.

Bueno son muchas las historias y anécdotas que aquí vivimos. Doy gracias a Dios todos los días por permitirnos tener esta experiencia en esta comunidad; porque sólo cuando el amor logra trascender las fronteras de nuestro egoísmo, descubrimos el rostro misericordioso de Dios en cada uno de nuestros hermanos.



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