jueves, 18 de marzo de 2010

KAMIANO.


Por: Pbro. Jhon Fredy Quintero

Con sus potentes brazos, y la energía de muchacho campesino acostumbrado al trabajo duro, tomó del cuello de la camisa a uno de los compañeros que periódicamente lo ridiculizaba por su estilo rural y tosco, y lanzándolo por los aires, derribó a otros cuatro del mismo combo. Desde ese día nadie más volvió a burlarse de Joseph de Vesteur, por el contrario, aprendieron a conocer la nobleza de su corazón, su amor por Dios, y lo radical que era en la toma de decisiones, especialmente las que afectaban su vida personal.

Esta escena, digna de una película de acción, sucedió en Bruselas, alrededor de 1857, y cuando Hollywood todavía no nacía para enseñar la espectacularidad de los golpes. Para ese entonces el joven Joseph, que había nacido en Tremeloo, Bélgica, el 3 de Enero de 1840, ya contaba con 17 años, y estaba en la capital de su país estudiando, un año más tarde le escribiría a sus padres, solicitándoles permiso para ingresar a la comunidad de los sagrados corazones de Jesús y de María, y hacerse misionero.

Tras cuatro intensos años de preparación académica, obediencia religiosa, estudio de teología y vivencia de la caridad en medio de sus hermanos de comunidad en Paris y Lovaina , los planes de Dios, empiezan a tener un rostro concreto y visible en la vida de este hombre. Un hermano de Joseph, estaba también como religioso en la misma comunidad, y había sido designado para partir como misionero a las Islas Hawaii, donde sacerdotes de esta congregación estaban a cargo de la labor evangelizadora, y sorpresivamente cae enfermo de gravedad. Joseph, que en la profesión de sus votos religiosos, tomó el nombre de Damián, y con la radicalidad que lo caracterizaba, se ofreció él, para ir en lugar de su hermano, ofrecimiento que le fue aceptado.

Después de 149 días de viaje sobre el océano pacifico, el intrépido Damián llega a Honolulu, dos meses después es ordenado sacerdote en la catedral de Nuestra Señora de la Paz, de la ciudad, y luego es enviado a la Isla Grande de Hawaii, donde por 9 años se ocupa de sembrar el evangelio en los nativos de la región.

La tarea realizada durante este tiempo fue realmente asombrosa, largas jornadas a pie y en cabalgadura, construcción de Iglesias, incomprensiones por parte muchos hawaianos que tenían sus creencias particulares, cubrimiento de vastos territorios, sin ayuda de otro sacerdote o religioso. Soledad, prueba, silencio y fidelidad.

Pero alguien que había dado tanto y con tanta generosidad, no se agotaba, tenia la reserva de su entrega incondicional y su confianza entera en Dios, y podía dar más. El misionero es un pozo, y los pozos tienen la particularidad de la abundancia interna y profunda, un misionero da sin cansarse el agua fresca de la verdad y la vida que llega hasta los más áridos corazones para transformarlos en siervos fieles del reino de Jesús. Pueden existir algunos pozos que se agoten, que siguen teniendo el esférico brocal, y que incluso pueden todavía conservar el cubo colgante de un cordel, pero sin agua en el interior… seguirán siendo poéticos y pictóricos, pero dejan de ser pozos, han perdido la razón de ser, el agua que transmite vida.

El misionero existe porque en su corazón existe Jesús, si El llegara a salir de allí, si Jesús no estuviera más en la vida y la Palabra de un misionero, se perdería todo, y aunque se conserven formas y formalismos, no habría verdadera misión.

Pero estamos ante un pozo de inigualable autenticidad, ante un misionero de verdad, convencido y asido a la causa del Redentor. El Joseph que creció en Bélgica en medio de labores agrícolas y mañanas iniciadas en el nombre de Dios, el hermano Damian que partió de Europa como ansioso pregonero y adalid del proyecto bondadoso de Jesús, era ahora en el archipiélago hawaiano el Padre Kamiano, o simplemente Kamiano (El lenguaje hawaiano no contiene la letra D, y esa fue la acomodación que se le hizo a su nombre), un hombre de agradable presencia y figura, cuerpo atlético y lleno de energía, que no se resistía a cuanto trabajo físico apareciera, y con un convencimiento tal de la necesidad, fuerza y gracia de la misión que llega a decir en una de las cartas que le envía a su madre: “Ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo”

Hawaii, la tierra del Aloha, el amor auténtico, el espíritu libre y la belleza paradisíaca vive la tragedia de la lepra, enfermedad para el momento incurable y con una capacidad de contagio tal que llevó a las autoridades publicas a tomar la terrible decisión de confinar en un recodo de la Isla de Molokai a todos los contagiados con este mal, para que murieran allí, lejos de sus familias y de cualquier cuidado médico, condenados a su suerte, pero sin regar el mal por todo el archipiélago.

Muchos de los contagiados por la enfermedad de Hansen eran católicos que al ser literalmente tirados en este sitio de destierro y muerte, sentían no solo el olvido de las autoridades publicas, sino también de su iglesia y hasta de Dios, por eso el Obispo de Honolulu, interpelado por esta realidad y ante la crudeza de la contagiosa enfermedad, en una reunión de clero, pregunta a sus sacerdotes si hay alguno que acompañado de todos los cuidados médicos y de prevención quiera ir a servir a estos hermanos a acompañarlos a buen morir, sin olvidar el inmenso y fatal riesgo que se corría.

Y allí estaba el hombre, el misionero, el apasionado por el proyecto transformador de Jesús, su confianza en Dios, motor de su existencia, y su identidad vocacional lo llevaron una vez mas a decir: Aquí estoy, envíame, y a lanzarse en el océano de la Providencia Divina que financia toda empresa evangelizadora, incluso las de mayor magnitud, como ésta de ir a vivir en medio de personas contagiadas de una enfermedad incurable, que no tenían otro destino que la muerte en medio del olvido, el dolor y la desesperanza.

Kamiano llega al asentamiento de Kalawao, en Molokai, el 10 de mayo de 1873, inicialmente, su comunidad la integran unos 600 leprosos, que sin muchos recursos, y sus cuerpos despedazándose por el virus letal, encuentran en este hombre vigoroso y lleno de Dios, la energía necesaria para reconstruir sus vidas, su colonia, entorno, y ante la realidad inevitable de la muerte, empezar a construir un esperanzador cielo.

El Padre Kamiano recibió muchas instrucciones para preservar su salud, no tocar a sus fieles, bendecirlos desde la distancia, no compartir con ellos alimentos o bebidas, no visitar a los enfermos en su etapa terminal, lavarse periódicamente, y sobretodo estar lo más alejado posible de estos hombres y mujeres que por su enfermedad ya habían sido alejados de todo y de todos.

Pero el Padre Kamiano tenia otras prioridades, su corazón se movía en otras coordenadas, por eso se dedicó al cuidado de estos hermanos sin ningún tipo de reparos, no solo compartía con ellos alimento y bebidas, sino también sus ropas, su casa, su tiempo, su vida, su visión de Dios y de la eternidad.


La presencia del Padre Kamiano y su trabajo sin reservas cambio la realidad de este sitio, el lugar de muerte y desolación se convirtió en un espacio para la esperanza y el consuelo. Con sus propias manos Kamiano construyó la Iglesia local de Santa Filomena, el hospital, la casa de muchos de estos enfermos, abrió caminos, plantó sembradíos, bautizó niños, presenció matrimonios, ungió enfermos, realizó innumerables funerales, construyó ataúdes, cavó tumbas para sepultar a más de 1500 feligreses suyos, predicó y vivió el Evangelio, celebró la Eucaristía y se hizo eucaristía con ellos, porque como el sacrificio divino es ofrenda inmolada en el altar, kamiano se convirtió en ofrenda viva al contraer la lepra y morir con ellos, y partir con ellos al cielo que les anunció.

Este Misionero auténtico y convencido del poder transformador del Evangelio de Jesús, vivió en medio de los leprosos en Molokai por 16 años, 5 de ellos siendo portador de la lepra, y su alegría y entusiasmo por la extensión del Reino de Dios, no se aminoraron con la enfermedad, consciente de su temprano camino al encuentro con la muerte escribió a su hermano Pánfilo, también sacerdote: "Por tener tanto que hacer, el tiempo se me hace muy corto; la alegría y el contento del corazón que me prodigan los Sagrados Corazones hacen que me crea el misionero más feliz del mundo. Así es, sacrificio de mi salud, que Dios ha querido aceptar haciendo fructificar un poco mi ministerio entre los leprosos, lo encuentro después de todo bien ligero e incluso agradable para mí, atreviéndome a decir como San Pablo -Estoy muerto y mi vida está escondida con Cristo en Dios".

Damian murió, carcomido por la inclemente lepra, el 15 de Abril de 1889 y fue canonizado por su Santidad Benedicto XVI el 11 de Octubre de 2009, en pleno año sacerdotal, y esta ahí, en medio de la historia como una clara muestra de que es posible ser misionero de verdad, y que para serlo el secreto está en la entrega sin reservas y en la confianza incondicional en el Dueño de la Viña.

San Joseph de Vesteur, también llamado San Damián de Molokai, se convierte en un auténtico ícono para los sacerdotes del mundo entero en este año dedicado a la contemplación, valoración y promoción del sacerdocio por la manera como asumió el llamado y se consagró a su vocación, no teniendo otra preocupación que la de ser fiel, es un referente para todos los misioneros, porque enamorado del Reino, lo entregó todo, hasta su propia vida, para que Jesucristo fuera conocido y amado.

El Padre Kamiano, salió de su tierra, dejó su familia, donó sus energías, renunció a las comodidades, se despreocupó de su salud, se entregó por entero, y todo para que muchos conocieran, amaran y vivieran a Jesús, ese sigue siendo el reto, esa sigue siendo la tarea, y Dios, la iglesia y el mundo están ansiosos por los nuevos kamianos, dispuestos a la feliz inmolación para el bienestar de los miles y miles de hermanos que siguen esperando la respuesta generosa de alguien más que sin escrúpulos vuelva a decir: Aquí estoy, en- víame!.

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