Por: Johan Sebastián Agudelo Jaramillo.
“Yahvé dijo a Abraham: vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Y le dijo también: Así será tu descendencia”
(Gn 12, 1. 15, 5.)
Los firmamentos de la noche, plenos en estrellas lucientes y gozosos de ser vistos por los hombres, son los espejos que reflejan los sueños del espíritu, esos que citan a Dios al cerrarse cada andanza, las de fuera y las de dentro.
Entonces se nos viene a la mente, que la humanidad entera está allí, que Dios está allí, como decía uno de los clásicos de Gar-Mar: “Las estrellas son el polvo que levanta el carro de Dios al galopar por el universo”. Así lo experimentaba Abraham en una de las tantas noches olvidadas por la historia. Extasiado, solo y bañándose en su charquito de ilusiones, saboreaba las promesas divinas al darse cuenta que su vida era salir y partir lejos para clavar la voluntad de Dios en la madrugada de la historia de la salvación.
Escuchaba una voz, pero no se trataba de un sonido supérfluo que descendía de los cielos que cambian, sino de un eco lleno de matices eternos que se paseaba por su alma; la noche en que las estrellas le inspiraron que había que salir, que había que arribar a un puerto donde estaba escrito: cumplir la voluntad de Dios. De esta manera Abraham se entrega al santo desafío de dejar los suyos, para aventurarse y descubrir la dulce tierra del querer divino. Entonces, primer misionero, primera luz para la humanidad.
Todo misionero es como Abraham, un ser desprendido que deja entre renglones sus ambiciones, para llenar su
espíritu de los sueños de Dios. Todo misionero orando de noche en noche, lee en las estrellas la promesa divina de hacer de la humanidad una sola familia. Todo misionero ha descubierto en las cuantiosas luces estelares, a toda la humanidad sumergida en la inmensa umbría del mundo; cada estrella es la luz del hermano lejano que busca a Cristo.
Escuchaba una voz, pero no se trataba de un sonido supérfluo que descendía de los cielos que cambian, sino de un eco lleno de matices eternos que se paseaba por su alma; la noche en que las estrellas le inspiraron que había que salir, que había que arribar a un puerto donde estaba escrito: cumplir la voluntad de Dios. De esta manera Abraham se entrega al santo desafío de dejar los suyos, para aventurarse y descubrir la dulce tierra del querer divino. Entonces, primer misionero, primera luz para la humanidad.
Todo misionero es como Abraham, un ser desprendido que deja entre renglones sus ambiciones, para llenar su
espíritu de los sueños de Dios. Todo misionero orando de noche en noche, lee en las estrellas la promesa divina de hacer de la humanidad una sola familia. Todo misionero ha descubierto en las cuantiosas luces estelares, a toda la humanidad sumergida en la inmensa umbría del mundo; cada estrella es la luz del hermano lejano que busca a Cristo.
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